lunes, 15 de marzo de 2010

Llorar en el hielo

No te aviso, voy. El frío devora el mundo y mis fuerzas. Helada, traspasada de dolor, pienso que hoy terminan mis días.
No entiendo bien de miradas azules, de un país con historia tan larga de barcos, reyes y castillos, pero sería lindo que mi cuerpo se fuera desvaneciendo bajo una lluvia calma que no cesa.
Todo lo que conozco, que es tan mío y tan ajeno, está lejos, en la otra punta del planeta. Pero me siento como una masa de gelatina que toma la forma del molde que la contiene. Me deslizo sobre las cosas, las cosas se deslizan sobre mí en este exilio que no es más que una variante del otro.
La fuerza con la que extranio y no extranio en absoluto me sume en una niebla que me impide entenderme. Soy tanto y nada que temo explotar en cualquier momento. Debe ser el maldito frío que sabe colarse por cualquier rendija. Y el colectivo que no llega.
Nadie mira a nadie por más de uno o dos segundos seguidos, se hace imposible la comunicación no verbal de una mirada, eso inmenso que hace sentirnos pertenecer a una misma raza, minúscula e incomprensible.
Por fin llega el 601, subo y mis músculos tiemblan de felicidad ante ese calor artificial. De veras pensé que moriría sin verte la cara, sin saber si estabas arrepentido del dolor que me habías causado el día anterior.
Cuando te vi tan, no sé, impávido, tibio, quise matarte, ahogarte con mis manos y el peso de mi tristeza. Quise desvestirte con furia, violarte. Quería escucharte pedir socorro, pedírmelo a mí, único ser viviente en miles de kilómetros. Quería escucharte gritar mi nombre. Esto es algo demasiado extremo para vos, no? Te aterra.
Entre inseguro y avergonzado por tu falta solo atinaste a mirarme y decir: creo que tenés frío, tus labios están azules. Me desarmé. Te abracé. Te odio por desearte así, porque no merecés esta pasión que me rebalsa y choca contra tu muro. Sos hermoso, te dije. Y te detesto, pensé, y quiero que llores por exceso de placer, como me hiciste llorar una noche, no sé cuál, hace poco, sobre tu acolchado rojo, iluminados por una vela. Todos los pensamientos, esos verdugos que me acosan sin pausa, cayeron muertos ante la fuerza de tu embestida. Me llenaste de vos y yo, anegada en mi propia inundación no pude contener el llanto. Un llanto silencioso, pleno de satisfacción, del deseo de eternizar ese instante. Creo que no me hubiera importado no ver otro amanecer con tal de tenerte dentro de mí por el resto de mi vida.
Pusiste música o no. Comimos algo o no. Vimos una película aunque no estoy segura. Yo no escuchaba, el té se enfrió y mis ojos lo único que sabían hacer era abarcarte, lo demás era humo o mucho menos que eso.
La habitación fue llenándose de sombras y vos te disculpabas a cada rato por quedarte dormido. Yo te había hecho un nido cálido con mi cuerpo y tus párpados se cerraban sin remedio. Te cobijaba mi olor, mi dulzura, mi odio( cómo podías dormir y no desearme cada segundo?).
Debí haber escapado cuando te sentí tan lejano. Flotaba a la deriva en tu abrazo inerte, pero no pude. Las lágrimas me acariciaban la cara, se helaban antes de tocarte y vos con tu sonrisa plácida dormías.