sábado, 10 de octubre de 2009

La noche tiene otras promesas





Mira fascinada el reflejo sobre el vidrio de su ventana. Suena el violín en la casa de al lado, la casa de la viuda de los movimientos gráciles y la mirada perdida.
La luz del farol de calle temblequea. En las paredes de su habitación bailan las sombras. No teme. Levanta los brazos en éxtasis de sonámbula y acompaña en la danza muda. El vestido de seda negra se enreda entre sus piernas desnudas. Cae riendo en su cama breve.
Suena el golpe de las once y cuarenta y cinco. Es él. Le dijo que vendría, pero que la promesa era palabra sagrada y no quería más decepciones. Aunque ella, ella jamás lo había decepcionado.
Se repite el golpe, seco, demandante. Ella quiere volverse fantasma, corre a esconderse detrás de la puerta. El aire se escurre de su pecho. Intenta gritar como antes había intentado odiarlo, así, de la misma forma, en vano.
Sé valiente, un pie después el otro, postergar el deseo. Un fugaz saludo en el espejo y el pensamiento recurrente, por qué contestar, para qué viene si no me deja cruzar la barrera autoimpuesta. Por qué la impostura, negra mentira, si son los últimos días. Siempre es el último día en esta finitud de horizonte cercano.
No la dejes, nadie te pide que la dejes. ¿Yo te pedí un futuro, una relación? ¿Importan los treinta años que pasaste arrancando hojas de los calendarios antes de que yo llegara al mundo? Tonto.
-Es ahora o es nunca, abrí.
Ella abre. Lo mira, dócil, entregada a una corriente que la arrastra a la perdición anhelada.
-Ahora es nunca, shh. Nadie sabe lo que nunca pasa.

La habitación abandonada


Detrás de las dos puertas que dan a la misma habitación ya no hay nada. Hay tan poco que es nada. Arrasaron con camas, cuadros, reloj, armarios, todo lo que dota a una habitación de su calidad de dormitorio. Fue la dueña, ¿quién puede culparla?
Detrás de las azules cortinas, la aspereza de las paredes desnudas invita a la huída. Los blancos se vuelven grises, ahuyenta la ausencia de vida.
En un rincón un cochecito viejo y destartalado; el bebé está lejos. En el centro dos bolsas llenas de desperdicios, de lo accesorio que ni para ocupar espacio servía. Lo dejó. Nadie se lleva lo no querido. Lo no querido queda solo, vacía de sentido el lugar que habita. Despreciable. Lo despreciable queda, y porque lacera con su monumental estorbo y nos recuerda el sentido de lo insignificante, lo evadimos.
Ella no quiso toparse con más reflejos, corrió en pos de lo real y ahora llora.
Se fue y se llevó lo bueno, lo bello, lo que la gente se lleva en general.
De noche, si aguzamos el oído, podemos escuchar el sollozo de la habitación casi vacía. Ella llora.

Tres caras


Tres caras olvidadas en un afiche anónimo. Rostros con facciones bien definidas. Borroso. El mundo alrededor borroso.
Un viejo, un negro, un niño. Solos y ni siquiera juntos. Juntos en un cartel de tres fotos separadas. Separados de sus seres queridos, de lo conocido. Arrancados, extraídos de la vida cotidiana, del sol grisáceo de la ciudad, de los ruidos. Atados en algún pozo inaccesible, obligados a servir a seres sin rostro, golpeados, abusados, carentes de dignidad humana.
¿Habrá quién los reclame? Un día salieron de casa, rumbo a la plaza, el trabajo, la escuela. Nadie volvió a verlos, ¿alguien pregunta? Les vendaron los ojos, les dieron una dosis mayor de oscuridad, les cortaron la lengua, la comieron y rieron. Verdugos. Asesinos de lo venerable, lo diferente, la inocencia.
Tres sacos marrones los esperan para el descanso final. Si gritan no hay quien escuche. Pero no gritan, no tienen lengua ni voz. Seres prescindibles, golpeados sin culpa. Olvidados. Si al menos el cielo supiera llorar.

jueves, 5 de marzo de 2009

Como un náufrago




-¿Vamos a contar las estrellas?
Por fin alguien que se anima a hacerme una propuesta sensata en este mundo de insensateces horarias y cambios de máscara.
Me ofrece su mano y me aferro a ella como el náufrago a la idea milagrosa de una sequía.
Y si dedico mis días de sol a contar estrellas, tal vez las nubes no se atrevan a interrumpirme. Quizás, así, la vida cobraría el sentido que pago con creces y caería rendida a mis brazos.

Me sacudís las pelusas de los ojos y nos dedicamos a tirar flores secas por el balcón. Yo tiro un poema cuando entre los paseantes aparece uno con estrellas en la mirada. Las sumo a la lista y canto mi canción, que es distinta y la misma siempre.
No puedo parar de tirar rosas y claveles, los chicos forman una ronda y se ríen de los ciegos que no ven los colores y petrificaron sus lágrimas.
Les tiramos chocolates hasta que los brazos se me cansan. Entonces necesito una mano. Estiro mi brazo, estás en el balcón, pero no te alcanzo.
Las risas se vuelven estruendosas y una roca negra se posa en mi pecho.
Te alejás y dejás sólo esa mano resbalosa que se asemeja demasiado al deseo patético del náufrago.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Uno y los otros


No, señores, ustedes no entienden, la maté realmente. Ella me daba la espalda desde el diván. Yo empecé a caminar inquieto por la habitación, sabiendo que tendría que hacerlo, posponiendo el minuto único en que jugaría a ser la muerte carnal de esa mujer joven y hermosa. No profanaré su nombre pronunciándolo frente a ustedes, no insistan. No soy un asesino, créanme, ella ya estaba muerta cuando le disparé. ¿ Que cómo lo sé? No hubo rincón de su mísera alma que yo no conociera mejor que su mismísimo creador. Desnudó ante mí sus secretos más conmovedores y escalofriantes, los más íntimos. Y tuve que oírlos sin chistar, ¡ me pagaba por eso! Se apiadarían de mí si hubieran tenido que sufrir lo que yo cada noche al acostarme. Los tímpanos me ardían como infiernos en miniatura, y hasta los vecinos dejaron de saludarme por creerme loco. Mis gritos y llanto incontrolables seguro, pero ¿ qué hacer, cómo tolerar lo que ni la peor de las pesadillas nos revela? Veía su rostro reflejado en cada vidrio, cada espejo, cada gota de agua que me obligaba a beber. Es que al poco tiempo de conocerla mi garganta se cerró casi por completo, apenas si lograba hablar o respirar, y esto no siempre. Era como si una mano de hierro estuviese vengando en mí al manco de su dueño. Disculpen si deliro, pero ya nada es cierto ni adecuado. Si su mente hubiera estado en contacto, rozado siquiera, las ideas de ese ser endemoniado que envenenó del dolor de la conciencia mi corazón y mis sentidos, no reirían con esas carcajadas huecas, sino que llorarían a mi lado, intentarían consolarme. Aunque sea en vano. Porque lo es. Nada importa y todo se me reveló. Tuve que acabar con ella, no me excuso, y desde entonces olvidé el sabor de las lágrimas y de la risa. ¡Dejen de observarme! Odio sus miradas incrédulas. ¿ Qué pruebas necesitan cuando un hombre por fin es honesto con ustedes? Me dan lástima, me recuerdan demasiado al que fui, desconfiado hasta el excepticismo ortodoxo, superfluo en mi maldito temor a habitar profundidades.
Noto que van perdiendo interés en mi historia, que les resulto patético. Sus ojos vacíos están lujuriosos de concreciones. Ay, ay. Aquí la tienen, esta es el arma con la que le destrocé el cráneo a la que, aún inerte, era más bella que el amanecer de una rosa en invierno. Esta, señores míos, es la misma arma que ahora me llevará a sus brazos.

La señora de la foto


Una luz anaranjada holgazanea sobre la persiana del balcón cerrado. Me entretengo mirándola mientras en la cabeza deambulan pensamientos de lo más informes. Esos molestos “debería” que tan pronto aprendí a ignorar, cientos de “por qué”( vuelvo a sentirme una niñita huérfana y melancólica).
Las manos heladas añoran el calor de otro cuerpo, pero estoy a años luz del resto. Lo saben, lo sé. Recuerdo cuando el engaño existía. Intenté sonreír pero fallé.
Quiero viajar a Noruega o Suecia. Tierras heladas, rodeadas de olas inagotables, que mueren y renacen en otras semejantes. Silencio. Inmensas extensiones inhabitadas, donde nadie me conoce. No entiendo sus lenguas, no me esfuerzo. Tranquilidad ficticia.
Hay una fotografía en blanco y negro que me observa mientras escribo. Voy a prender el velador, cruzar los dedos y esperar que ella me dé alguna respuesta.
Es una señora, creo haber escuchado a mamá decir que era mi bisabuela. Se fue del mundo que conozco, ¿ a dónde?¿ a otro mejor, quizá? Diferente, seguro. Quiero salir de mí por un tiempo, tomarme un descanso del cansino pensar circular.
Volviendo a la señora estática, debo admitir que parece algo triste y cansada. No sonríe en absoluto, ni un atisbo de felicidad o contento, mas bien una pasiva resignación. Un ama de casa que no ama ni su casa, que no es suya, ni lo que contiene. Se debía levantar muy temprano, prepararía el desayuno para la familia, despediría a su marido, y pasaría el resto del día limpiando, cuidando de varios niños, tomando, tal vez, una pausa culpable por la tarde para dormir o escuchar algún radio teatro con la vecina. ¡ Qué sé yo! Nada, sólo que esos ojos no engañan, aunque la calidad del papel sea mala. Ahí no hay rastro de esperanzas, es como si alguien le hubiese hecho creer que su destino estaba signado, que tenía que acatar lo que sutilmente se le imponía. Y ella, ilusa, creyó. Se rindió antes de comenzar a batallar. Me da pena, sé que no fue ni es la única. Me doy pena.

Enemiga intima



En espejos, ventanas y gotas me busco. El reflejo es más nítido que la mujer que habito. No me encuentro y los huecos continúan vacíos.
Luché callada y paciente por una soledad que me va diluyendo. Luché por mi propio verdugo y ya no me río de la ironía.
Si cierro los ojos un ángel gris llenará mi habitación de plumas y lágrimas. Los cierro y me arrodillo. Tanteo con dedos ansiosos. Por fin la encuentro, la lágrima que me mostrará quién soy en realidad. Despego los párpados, en ella mi imagen: desde dentro de un ojo gigantesco una niña pequeña sonríe irónica.

sábado, 21 de febrero de 2009

El castigo


Le apagué la tele para que pudiera dormir en serio. Sé que fingía para no tener que mirarme a los ojos. Los ruidos nunca dejan de enturbiar los sueños, yo creo que influyen mucho en lo que somos. Acá en la ciudad pedir silencio es como pedirle al desierto que se inunde en primavera. Creo que en primavera llueve menos, aunque es ilógico ya que es cuando los brotes nacen y se llena todo de colores. Excepto adentro. Adentro de todos y de todo no hay más que oscuridades. Unas menos profundas que otras.
Le tiemblan los párpados. Si no estuviera enojada me reiría. Es gracioso, parece que tuviera maripositas color piel en vez de ojos, y que estuvieran demasiado inquietas y no supieran dejar de volar. En realidad es patético que me enoje con ella cuando es culpa mía. Detesto la mera noción de la culpa, la palabra misma. Es como un insulto a la capacidad humana de pensar. Tenemos culpa cuando hacemos algo que no debiéramos, pero tenemos cerebro y sería interesante usarlo para contener los impulsos nocivos. Nocivo, ni hablar de lo subjetivo de esto. Aparte la palabra culpa me recuerda a mis ancestros italianos, que siempre exageran y gritan, odiosos hábitos primitivos. Y me recuerda mucho a la religión. Hace años me divorcié de la religión, de cualquier doctrina que me imponga lo que está bien, lo que tengo que hacer,¿ quién lo decide eso, un títere de hojalata que ni siquiera puede tener sexo ni sublima a través del arte?. Triste. No me gustan las cruces de metal, ya pesan bastante las otras. Triste que haya quien prefiera que lo manden y encima pague y despilfarre su tiempo en eso. Pero sobre gustos hay demasiado escrito y hay tanto masoquista dando vuelta que no ahondaré en el tema.
Decía que caí en las redes del impulso y ahora la miro sin culpa. Bah, no decía eso pero insinuaba algo por el estilo y perdí el hilo, así que ahora digo esto cuando podría decir que me pica la mano pero si me rasco voy a reírme y no es lo recomendable. Curioso como una puede decir lo que quiere en su mente mientras nuestra amada agoniza. Entonces, ella se acuesta sobre un colchón barato, se arropa con sábanas invisibles ( hace calor, pero ya quisiera poder envolverse para que otra capa nos separe) y finge que duerme, pero yo no le creo. Casi ni le creo que siga acá, tan cerca de mí cuando parece y fue ayer que se me escurrió de los brazos para subirse a un avión rumbo a un país infame que solo conozco de nombre, pero que bien podría ser un invento de unos cuantos para alejarse de sus amantes en pos de esas tierras imaginarias. Y de libertad.
Voy a ir a comprar las flores. Rosas y jazmines. Unas por el olor y las otras por mil razones.
Afuera suena una guitarra. Casi diría que me gusta esa música, pero no, preferiría el silencio, que no creo que exista.
Voy a sentarme un segundo o dos en el rincón a mirarla, a estudiarla de memoria, cada poro. Voy a cerrar mis ojos mariposa y a rezar en mi idioma para que me perdone. Me está doliendo un poco el alma y crece la noche, temo perderla.
Ojalá cuando vuelva la encuentre.

El despertar de lo efímero


Hay una flor de jacarandá, tan violeta de exceso de lila, que se marchita entre las líneas de tus manos. La mirás con la curiosidad insolente de la vida.
El romper de unas olas que recuerdo me remuerde de deseo inconfesable, el contacto de tu pecho sobre el mío y esa luna insomne que no se cansa y nos espía.
Ella, vos, yo. Ella más ella más ella.
Y nos quieren negar pero chocan con muros de sal y, atontados, deambulan tierras ajenas por cortos días.
Te acostumbraron a acariciarme por lo bajo, a que un beso sea el roce de dos labios, a esa sonrisa irónica de los ex esperanzados.
Y la impotencia tan mía. Y los brazos que arden por tocar lo que arde. Y el dolor de las olas ahogadas en lágrimas por su efímera existencia.
Y es que hay. De lo otro también hay.
Desearía gritarte en un suspiro que las olas vuelven, y si bien son otras, nosotras también lo somos mañana. Y otras más somos, somos las de ayer y la posibilidad de los espejos.
Y vos sos yo, y yo soy vos, pero distintas.

viernes, 20 de febrero de 2009

Oda a Walt Whitman

(fragmento)

El cielo tiene playas donde evitar la viday hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,los ricos dan a sus queridaspequeños moribundos iluminados,y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseopor vena de coral o celeste desnudo.Mañana los amores serán rocas y el Tiempouna brisa que viene dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,contra el niño que escribenombre de niña en su almohada,ni contra el muchacho que se viste de noviaen la oscuridad del ropero,ni contra los solitarios de los casinosque beben con asco el agua de la prostitución,ni contra los hombres de mirada verdeque aman al hombre y queman sus labios en silencio.Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,de carne tumefacta y pensamiento inmundo,madres de lodo, arpías, enemigos sin sueñodel Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros siempre, que dais a los muchachosgotas de sucia muerte con amargo veneno.Contra vosotros siempre,Faeries de Norteamérica,Pájaros de la Habana,Jotos de Méjico,Sarasas de Cádiz,Ápios de Sevilla,Cancos de Madrid,Floras de Alicante,Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,abiertos en las plazas con fiebre de abanicoo emboscadas en yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muertemana de vuestros ojosy agrupa flores grises en la orilla del cieno.¡No haya cuartel! ¡Alerta!Que los confundidos, los puros,los clásicos, los señalados, los suplicantesos cierren las puertas de la bacanal.

Federico Garcia Lorca

La pequeña poeta



La niña que escribe poemas en su balcón, a la luz de la luna, se alegra cuando ve pasar un féretro por entre el tráfico nocturno. Si su mamá la viera sonreír, de seguro la retaría: ¡ qué falta de respeto para con los muertos! ; entonces la niña pondría cara de circunstancias( triste y compungida en esta en particular) o, si las estrellas le guiñaran los ojos, le contestaría su verdad: "mami, no entendés, esas son cápsulas especiales, que transportan a los que se van de esta vida que conocemos, a otra mucho más preciosa; se van a un lugar donde siempre sale el sol, donde no hace frío, la gente canta y baila, y nadie tiene hambre ni sed. No te apenes". Así la trataría de consolar, liberándola, por un instante, de su ceguera cotidiana.
Lo que a la pequeña poeta le molesta son los otros ataúdes, esos casi minúsculos donde descansan los instrumentos musicales. ¿ Qué hace la música durmiendo cuando tanto se la necesita? Entonces intenta tocar el violín o la flauta que su cariñoso padre le regaló, pero nada maravilloso sale. Escribe, pues, otro poema.
La maestra le dijo que no, no puede existir lo que ella escribió en su redacción de transformaciones naturales. Ni un conejo tiene forma de nube visto a través del sol de medianoche( que, por cierto, es un invento de las guías turísticas nórdicas en las que no debe creer), ni las nubes, cuando oscurece, se convierten en barcos de cien velas gobernados por sirenas. Y mucho menos( el tono de la maestra va perdiendo los últimos vestigios de paciencia) le va a hacer creer que una flor, mirada de cerca, puede contener uno de los secretos más conmovedores de la existencia. Mal, cero, mentiras y ni hablar de que esa redacción embaucadora( y perturbadora) no responde a la consigna, y lo que la maestra dice es lo que las grandes autoridades están transmitiendo a esos seres pequeños e ignorantes que, aún, no están formados. La mirada de la poeta está cargada de lástima y humildad. Hay algo que no entiende, muchas de las palabras no logran hacerse paso a través de sus oídos, se diluyen en el aire, como si un escudo invisible intentara defenderla del dolor de la incomprensión.
Una melodía la distrae y aleja. Se levanta como un autómata, pero consciente, sin hacer caso a las quejas de la maestra que ya no sabe como encauzar a esta oveja descarriada. Invita a sus compañeros a seguirla. Hay temor en sus miradas, les dará tiempo. Sería lindo hacerlo juntos, la rebelión silenciosa, pero no los necesita. Afuera sabe que la esperan, no sabe quién, pero no está sola. Revisa su bolso, está todo, el libro, la flor y el minúsculo ataúd.

Reflejos


Ayer te hablé de la insipidez, de lo vano. De la insipidez de lo vano. Y dolió, pero no estabas.
Y aunque grite de noche frente al espejo sin rostro que no sos aquel fantasma que se aleja juntando ramos de flores que nunca existieron, no puedo evitar llorarte estas gotas saladas y venenosas.
Y cuando intento dormir me obsesiona la imagen de dos sombras abrazadas a orillas de un mar gris. Y esa una sos vos y esa otra soy yo. Pero ella no entiende, no cree que los reflejos puedan amarse.
Recostada sobre la mesa hay una nena un poco deforme. Me acerco con sigilo, no quiero que me mire si no va a verme.
Comienzo por la cabeza, primero un ojo después el que queda. Le devoro los bracitos con un hambre nueva y atroz. Me río de mi ocurrencia: no grita, no se defiende. Puaj, qué fea es. Escupo todo. Ella lo sabe sin darse vuelta.
-Sos imposible, te dije que no te iba a gustar.
-Insaciable dirás. Es que pensé que era de cacao, odio la canela.